jueves, 27 de octubre de 2011

Yo quiero viajar...

Para quienes no corremos riesgos –es decir, para todos aquellos que no abandonaremos las casas de nuestros padres para irnos a una reserva ecológica- los encuentros de escritores se han vuelto nuestra única posibilidad de aventura. Los coloquios sobre literatura han motivado en más de una ocasión nuestros escapes. Pendiente nuestro destino del comité de selección de una maestría, hemos cambiado el arte de la fuga por una burocracia del nomadismo.

En esas circunstancias no sorprende que los encuentros de escritores parezcan tan atractivos. Todo encuentro supone un viaje pagado (por eso yo nunca muevo ni un dedo para que se organicen en mis lugares de residencia) y también contempla todas esas cosas que no haríamos en nuestras propias ciudades: comer sin desembolsar un quinto, convivir con desconocidos, hablar de literatura. Como en los experimentos nucleares, la colisión entre autores puede ocasionar una materia nueva, provechosa y reveladora; no obstante, la mayoría de las veces -al igual que en las pruebas de los aceleradores de partículas- se obtienen ideas que duran apenas un segundo con vida.

Nada más deprimente que cumplir los programas de los encuentros. Son itinerarios que concentran discusiones en teatros centenarios sobre temas igualmente centenarios. Es inútil seguirlos, y cada año los escritores han hecho bien en transgredirlos, en salirse antes, servirse café y galletitas a todas horas, saltarse mesas, o quedarse en cama después de una borrachera que pudo haberles costado la vida. Lo único rescatable de los encuentros es la posibilidad de embarcarse en una ciudad ajena con el riesgo que supone tener que hacerlo junto a otros escritores (que es como intentar leer un libro donde todo mundo tiene algo que comentar).